Don Pablo el padre.

Por: Leonardo Franco Arenas – www.latardedelotun.com

____Jericó era el mundo, esta, la impresión que tenían sus padres y allegados por la pequeña aldea, se asentaron allí a finales de los 50´s, llegaron desde la vecina Fredonia de uno en uno; algunos, estuvieron en la misa para cambiar el nombre de Aldea Piedras a Jericó en 1853. Pablo nació una fría tarde de finales de 1879 en Palocabildo zona rural del municipio de Jericó en los Estados Unidos de Colombia, nombre dado a la nación en la Constitución de Rionegro en 1863, carta magna que estuvo vigente hasta 1886.

Unos años antes en el pueblo nació la hija del médico y la maestra, quien más tarde se convertiría en docente y misionera en las tierras selváticas del Chocó, interesada en catequizar la población indígena y negra de la región; la monja Laura Montoya Upegui. Pablito como fue llamado desde recién parido era un niño callado y voluntarioso, pero de muy buenas maneras, su comportamiento familiar siempre fue el correcto, acomedido y servicial, muy apegado a las tradiciones religiosas de su mamá y temeroso del fuete de su papá, que no escatimaba rejo cuando había motivos o cuando llegaba tomado. Pablito tenía un grande amor por su familia, padres, dos hermanas, las mayores, un hermano un poco más grande que él y tres hermanitos menores; también estaban, la tía Eloísa y el tío Joaquín, solteros y menores que su padre, ayudaban a la familia, la tía en la casa y Joaco de sol a sol en las labores del campo. Su padre tenía un contrato de aparcería con un hacendado Sonsoneño, propietario de vastas extensiones de tierra en Jericó, Tarso, Fredonia y Pueblorrico que era en ese entonces corregimiento del primero, sus tierras llegaban hasta la orilla del río Cauca, contrato leonino que era aplicado a todas las personas que llegaban de otros municipios en busca de un mejor futuro. Tenían una parcelita de pan coger para los cultivos de manutención familiar y de los jornaleros cuando se necesitaban; otras diez cuadras eran dedicadas al cultivo de plátano, tomate y café en las laderas. Tenían dos bestias, una del patrón para el trabajo y la otra, una buena yegua que con ahorros adquirió su papá y solo la utilizaba cuando iba al pueblo los días de mercado, llevando a su señora de cabestro; o cuando se iba de juerga y aparecía al otro día casi inconsciente, llevado solo por el instinto de la jaca.

Pablito y sus hermanos, mujeres y hombres no tuvieron una gran educación, asistieron mientras pudieron a la escuelita veredal de la maestra Dorotea, la única profesora que pagaba el gobierno y se encargaba básicamente de enseñar a leer, escribir, sumar y restar, además de unas lecciones someras de historia sagrada e historia patria, en ese orden. En la casa recibieron una instrucción más práctica y eficiente en temas de comportamiento y reglas de urbanidad por parte de la tía Eloísa; de su padre y Joaquín en los temas del campo, pero sobre todo a honrar la palabra y la responsabilidad con la familia.

Cuando Pablo cumplió los 13 años, conoció en el pueblo por intermedio de un familiar lejano, al caporal de una recua de mulas, hombre nacido en Fredonia, esta mulada era de un patrón de Abejorral, hombre adinerado y de alto vuelo. Esa noche que pararon a entregar mercancías allí y recoger varias cargas de café, tuvo la oportunidad de escuchar las historias de estos aventureros, personas sencillas, hombres rudos, de muy poca escolaridad, pero listos y recursivos, que luchaban para mejorar su situación económica. El arriero podría decirse que era un comerciante independiente, mediante este duro trabajo muchos forjaron grandes fortunas, allí se enteró de Pepe Sierra un jefe de Girardota que siendo casi analfabeta amasó una gran fortuna y ahora vivía entre Medellín y Bogotá prestándole plata al gobierno. Escuchó también historias terroríficas de las peripecias en las montañas, cuentos de difuntos, apariciones y del diablo, narraciones de los días de fiesta y parranda, de las hermosas mujeres que los atendían en las fondas, de las sangrientas peleas en los caminos o en las cantinas contra hombres de otras muladas; oyó del trabajo duro, del sacrificio, de levantarse al alba y acostarse tarde después de dejar las mulas descargadas, bañadas y alimentadas. También de los regresos a la familia después de faenas por varios días o semanas, con dinero para solventar necesidades y sobre todo los compromisos adquiridos, estos eran sagrados; querer a su mujer y abrazar a los hijos.

En este punto, luego de haber ayudado durante algunos años en las labores del campo, Pablito tomó la decisión de convertirse en arriero, no quería quedarse esperando que llegara una oportunidad en la vida y con la determinación del carácter fuerte que lo definía, habló con su papá sobre su futuro, ya era un hombre de casi 14 años, alto, delgado, fuerte, serio y comprometido; ahora debía hablar con el caporal.

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