
Parte XII
Autor: Leonardo Franco Arenas – www.latardedelotun.com
____ Cuando hay motivaciones, especialmente del corazón, penas, riesgos y dolores, son más llevaderos. Así estaba Pablo, la rodilla estaba mucho mejor, las recomendaciones de la señora Aurora le habían ayudado para un mejor manejo de su rodilla, ya no era un hombre de a pie, lo entendió, desde su montura haría la planificación, los negocios de las cargas y demás oficios como patrón de la mulada, no podía echar pata al suelo, requintar y cabrestear las mulas como antaño. La cojera, luego del regreso se hizo más evidente, un esfuerzo desmedido le resentía de estas dolencias, por ello había decidido asumir el oficio de otra manera; los muchachos del pueblo a hurtadillas le gritaban paticojo, ya no era Pablo Antonio Arenas, era conocido como el cojo Arenas; lo asumió con la dignidad del que acepta la verdad y no le importaba. Hacia el final del 99 el negocio se vino abajo, había movilizaciones de milicias de los dos bandos y asaltantes de caminos que aprovechaban las circunstancias para sembrar el terror por campos y montañas, asaltos y asesinatos. Los comerciantes y las personas acaudaladas no querían arriesgarse a enviar sus productos y pertenencias porque muy posiblemente los iban a perder; de otra parte, los dueños de las recuas solo salían cuando los costos daban para contratar custodios armados que protegieran el cargamento, encareciendo el servicio. Existía otro problema, las propias milicias del gobierno y radicales exigían y decomisaban las cargas como aporte para la guerra. Las necesidades y la recesión económica estaban a la orden del día. A los pueblos del suroeste llegaban diariamente campesinos, aparceros, familias enteras de personas humildes que buscaban refugio en las cabeceras, huyendo de la violencia desatada en los extensos y productivos campos. El siglo XIX vio sus últimas luces con la desesperanza de la lucha fratricida entre colombianos, casos espeluznantes de ver miembros de una misma familia enfrentados en bandos diferentes, sin entender muy bien el por qué debía ser así.
Arturo Quiroz era el hijo mayor de una familia de Sonsón, por ese carácter andariego y negociante de los hijos de estas tierras, se marchó de la casa estando muy joven, no dio razones a su mamá cuando tomó la decisión, su padre había fallecido años antes al caerse del caballo por estar ebrio como de costumbre, cuando regresaba del mercado de domingo. Arturo, se fue al norte, a la zona aurífera de El Bagre y Zaragoza, durante un tiempo se dedicó a la minería barequeando en los ríos Nechí, Tigüi y quebradas más pequeñas, tiempo después se aburrió de este oficio, aunque le iba muy bien; se colocó en una hacienda como vaquero y domador de caballos. Un día haciendo la remeza para la finca fue detenido por el ejército, lo mismo que a un grupo de trabajadores de la región, fueron conducidos a un barracón que servía de sitio de detención al lado de la casa consistorial, los aislaron durante varios días hasta que apareció un capitán de apellido Mendieta, oficial bogotano al mando de un destacamento de 40 hombres.
– Señores ustedes acaban de ser enrolados al ejército de Colombia, como voluntarios, los llevaremos a Segovia donde queda el batallón más cercano,
Salieron pues los voluntarios en fila, con las manos atrás y amarrados con sogas. Lo dijo el capitán Mendieta van a prestarle un servicio a la nación en contra de las bandas de facinerosos radicales que se quieren tomar el poder.
Anacleto Quiroz, era uno de sus hermanos menores dedicado a las labores del campo en una pequeña chagra a seis leguas del pueblo, los días de mercado sacaba sus productos a la plaza, especialmente, hortalizas, maíz y frijol, con el dinero compraba algunas cosas para la casa, aunque en esa época el dinero valía poco y la escasez era mucha. Subía de regreso a la finca, cuando fue abordado por un grupo de hombres armados que le hicieron el alto;
– Deténgase que necesitamos hablar con usted.
Extrañado Anacleto se detuvo,
– Como para que será,
– Acompáñenos hombre, no le va a pasar nada,
Se lo llevaron montaña arriba a la fuerza, a medida que pasaron los días y hablaban con él, lo convencieron para que se enrolara en la milicia radical que estaba pescando voluntarios para la guerra. Esta fuerza irregular estaba compuesta por campesinos, jornaleros, mineros, jóvenes, adultos, también participaban mujeres como enlaces de inteligencia en los poblados y campos.
Estas milicias fueron desplazadas hacia Santander, para reforzar la avanzada liberal en contra de las fuerzas del gobierno, mejor pertrechadas y estacionadas en esa zona cerca de la ciudad de Bucaramanga. La travesía fue inhumana, salieron hacia el oriente de Antioquia, desde Argelia atravesando la cordillera hacia el norte, hasta un punto llamado Caracolí, allí esperaron la llegada de otros voluntarios; cuando estuvieron reunidos, bajaron por un camino indígena hacia el Magdalena, buscando el puerto de Berrío, desde allí siempre por la margen izquierda del río pero, alejándose prudentemente para no ser detectados por las barcazas y canoas que surcaban las aguas, fueron caminando hacia el norte hasta entrar en Santander por el occidente, rodeando un pequeño poblado, Puerto Wilches, por esta zona atravesaron el río Magdalena y se dirigieron a Los Comuneros, allí se asentaron durante tres días, recuperando las fuerzas, organizando el armamento, restañando las heridas, especialmente las llagas en los pies y tratando las fiebres de enfermedades tropicales que los azotaban. La milicia llegó diezmada, pero con la moral alta, allí se unió una tropa importante en número y en convicciones. Salieron pronto hacia El Porvenir, en este lugar estaba la avanzada comandada por el general Uribe Uribe que llegaba de Cúcuta, a la espera del general Benjamín Herrera que llegaba de Bucaramanga por otra ruta, allí se reunió el grueso de la milicia radical liberal, unos 4.000 hombres, mal vestidos, mal armados y peor alimentados. En diciembre de ese 1899, durante tres días se llevó a cabo una cruenta batalla en el puente La Laja sobre el río Peralonso.
Allí murieron aproximadamente 3.000 soldados de ambos bandos, entre ellos, los hermanos Quiroz, enfrentados, peleando por causas ajenas, desconociendo el origen y justificación de esta guerra, ignorando cada uno que un hermano estaba en la facción contraria empuñando un arma en contra suya; solo hubo una pequeña visita seis meses después a la casa de los Quiroz en la zona rural de Sonsón, un par de hombres de la milicia liberal le llevaron a la mamá la mala noticia, un escapulario y las amargas condolencias por la muerte del hijo; de Arturo, nunca supieron nada, debe estar en ese campo a orillas del Peralonso, como los cientos de muertos de ese enfrentamiento entre hermanos. El gobierno no dio razón a las familias de los caídos, solo tuvieron acceso a los cadáveres, la mayoría mutilados por la violencia del combate, los enterradores de oficio que llegaban después de estos enfrentamientos rodeados del hedor a muerte.
En casa de Pablo todos estaban alerta con lo que pasaba, de oídas conocían las estrategias de uno u otro bando para ampliar su fuerza de lucha, con los voluntarios; tiempo después se puso en práctica un sistema salvaje para aprehender los conscriptos, mediante el método de enlazarlos como se enlaza el ganado, los civiles veían un grupo del ejército gobiernista y echaban a correr porque los militares en vez de desenfundar un arma, voleaban un lazo e inmovilizaban al huidizo voluntario, lo amarraban, encerrándolo mientras se hacía efectivo el enrolamiento al ejército; era tarea la diaria de los contingentes en campos y poblados, no reparar en la edad y las condiciones físicas o mentales del voluntario.
Pablo estaba preocupado por el futuro, Anita y el trabajo, pero primero es lo primero, el compromiso.