
Por Leonardo Franco Arenas – www.latardedelotun.com
______Sobre el medio día

el sol que desde tempranas horas de la mañana resplandecía sobre Pereira pareció esconderse, aquel domingo de fiesta del 66, ese día del mismo año de la fundación del departamento se convirtió en confusión primero, en desgracia para la ciudad después.
De la mano de los papás muchos niños y adolescentes de mi generación, sobre todo vecinos del sector de la calle 30 desde la carrera séptima hasta la 30 de agosto, pomposamente bautizada años antes como avenida Gabriel Turbay, nombre que se diluyó en el tiempo, marchábamos casi en romería a coger puesto en la avenida. Familias enteras desfilaban después del desayuno para acomodarse en los prados y barrancos a la vera de la vía, sobre las 10 am se daba la largada al circuito “Ciudad de Pereira” carrera de renombrada importancia en el calendario automovilístico colombiano, participaban los mejores pilotos del país y afamados conductores de otras nacionalidades: México, Venezuela, Ecuador y Perú, invitados a disputar esta prestigiosa carrera. La ciudad estaba paralizada debido al multitudinario evento, de los pocos que se llevaban a cabo en esa época de manera masiva y gratuita.
El alcalde de la ciudad era Fabio Alfonso López Salazar y el primer gobernador del nuevo departamento Castor Jaramillo Arrubla. Esta solo es una mención más de contexto histórico que de responsabilidad administrativa, las normas y costumbres de esa época eran mucho más laxas.
Don Arturo ocupaba una mesa del fondo en un bar de la Cumbrecita en la calle 29 con 8ª, había llegado pasadas las tres de la tarde y contrario a la costumbre personal de saludar al cantinero y a las coperas que atendían el sitio, se dirigió directamente a la parte trasera del local, cabizbajo, con el sombrero en la mano. Pidió una botella de amarillo sin mirar siquiera a la muchacha que lo saludo atentamente. La música de la cantina sonaba con poco volumen y el sitio se encontraba desierto, diferente a un domingo cualquiera en que a esta hora estaba atestada de clientes. En estos momentos no se explicaba él, como sucedió dodo aquello, en qué momento se desató la pesadilla. Después de salir del hospital deambuló por las calles, aturdido en una especie de shock emocional desencadenado por las situaciones traumáticas de esa mañana. El Willis verde del 50, lo dejó abandonado en el parque Gaitán, uno de los hijos varones lo encontró aún con las llaves puestas y casi en la mitad de la vía, ahora, en su mente bloqueada por los sucesos se repetía por qué no lo había quemado. Una de las mujeres se le acercó preguntando que necesitaba, al principio no respondió y se quedó ahí, viendo al vacío, luego en una pausa de su abrumamiento giró la cabeza, la mirada la asustó, “lárguese de aquí” le espetó sin parpadear. Pasaron las horas, ya había desocupado dos botellas, el cantinero le dijo que iban a cerrar por lo ocurrido, eran como a las 6: 30 pm, Don Arturo le asintió con la cabeza y se dirigió al baño, un minuto después sonó el disparo.
La primera carrera del día, categoría hasta 3000 cc había terminado, coronándose campeón un piloto de Cali, en cuarto lugar, el primer pereirano. La categoría reina gran turismo de más de 3.000 cc se largaba enseguida, allí estaba lo más granado del automovilismo nacional y de naciones vecinas, casi todos los vehículos eran monstruos con motores en línea de 6 y en V de 8 cilindros, rugían los motores mientras se hacían los últimos retoques a los coches. La bandera a cuadros se bajó a las 11:06 am, los bólidos rugían por la avenida y los asistentes, ciudadanos no acostumbrados a estas emociones se tapaban los oídos, estremecidos al paso de los autos. Todo transcurría normalmente, salvo la adrenalina que sentían no solo los participantes, también los curiosos espectadores apostados a lado y lado del circuito, los vítores eran ahogados por el estruendo de los motores y solo algunos entendidos sabían cuales eran los coches de los tres pereiranos participantes que eran figuras descollantes en el automovilismo nacional.
Salí llevado por mi padre desde casa de la abuela materna en la carrera 9ª bis entre 29 y 30, apresurado y sin saber a donde íbamos, pensé que a donde mis abuelos paternos, a dos cuadras y media de distancia, en la 30 con 11, nos acercamos a saludar y pronto subíamos la loma de la 11 a la avenida. El ruido era ensordecedor, apreté la mano de mi padre, me miró y dijo tranquilo hijo, hagámonos en ese barranco de allí veremos mejor, un pequeño promontorio al frente del convento de las Carmelitas descalzas. De toda la familia, fuimos los únicos que asistimos a ese circuito. Cuando terminó la primera carrera mi padre me dijo que nos fuéramos un poco más al norte, solo una veintena de metros hacia la 30, para mirar los carros que venían de frente y ahí giraban levemente a la izquierda, para tomar una recta.
De nuevo el ruido, esta vez mucho peor por la potencia de los motores el olor a gasolina y aceite quemado era notorio, cuando iban en la segunda vuelta y los carros punteros habían pasado escuchamos un frenazo violento, cuando volteamos ver, uno de los carros se había salido de la vía y volado sobre los espectadores que estaban apostados en el promontorio donde minutos antes estábamos ubicados. El caos fue enorme, la gente corría despavorida sin percatarse que algunos vehículos aún pasaban veloces sin saber lo que sucedía, la confusión fue terrible, por fin cerraron la competencia. El rumor se regó en minutos y desde los diferentes puntos comenzaron a llegar familiares de los asistentes, curiosos y los organismos de socorro, mi papá me llevó a casa de los abuelos y volvió a salir, “hay que ayudar”. La cuatro o cinco emisoras de la ciudad, solicitaban donantes de sangre, la Voz de Pereira, la Voz del Pueblo, Radio Centinela, la Voz del Café y la Voz Amiga, desde sus micrófonos se pedía a los pereiranos acercarse al Hospital.
De los familiares que llegaron a preguntar por los suyos estaban la esposa y la hija mayor de don Arturo, vivían sobre la carrera 11 con 30, la segunda casa de la esquina, diagonal a donde se construyó la ramada de la primera escuela de La Victoria. En esta tragedia hubo 11 muertos y más de 40 heridos, de los fallecidos dos hijos varones de don Arturo. El accidente se presento a las 11:20 aproximadamente, los cadáveres fueron trasladados a la morgue y las dos mujeres regresaron a la casa. Sobre las 12 del medio día como era costumbre, escucharon el motor del Willis cuando lo estaba parqueando en reversa sobre el andén. La casa de dos pisos pintada de blanco acogía a los esposos y sus seis hijos, la mayor de 16 años y la menor de 5, manejaba el jeep desde la galería en la 17 hacia las veredas y corregimientos, trabajaba todos los días de la semana y solo descansaba los lunes en la tarde. Ella, se encargaba de la casa y los hijos, fallecieron en el fatal accidente, un hijo de 14 y otro de 11, fueron arrollados por el carro conducido por el piloto huilense Efraín Murcia, antes de salir despedido por los aires y caer encima de los espectadores. Todo a causa, según versiones no confirmadas, de un jovencito que se atravesó la avenida y el piloto por esquivarlo perdió el control de la máquina, embistiendo la multitud.
Don Arturo al recibir la noticia quedó petrificado, inmediatamente salió hacia el carro para llegar a la morgue, no escuchó los ruegos de su esposa e hija, no oía, no razonaba, se subió y encendió el motor, cuando aceleró el Willis arrancó hacia atrás, estaba en el cambio con que lo estacionó sobre el andén, con la parrilla de hierro del estribo trasero aprisionó a su hija menor contra la casa, los gritos de las mujeres y los vecinos lo alertaron. Al llegar con la niña al hospital había fallecido.
Desde las 12 M la ciudad se oscureció, a las cuatro de la tarde cuando me dejaron salir nuevamente al portón parecían las 6 pm, todo oscuro y silencioso, solo se veían por toda la calle 30 hasta Coca cola en la 8ª a personas vestidas de negro, en muchas casas se preparaban los velorios, varios hogares de ese sector perdieron seres queridos en ese lamentable hecho.
Debido a esto se prohibieron las carreras en las calles de la ciudad. Fue una tragedia que enlutó a la ciudad.