
Por: Cecilia Orozco Tascón – El Espectador / www.latardedelotun.com
______ Solo en un país como Macondo ocurre que el futuro de un gobierno elegido por simbolizar la diferencia frente a la política tradicional y sus vicios termine dependiendo, apenas en su comienzo, de un político tradicional que, pese a sus vicios, logró que Gustavo Petro, el más receloso de los colombianos, bajara ante él la guardia. Haber depositado su confianza en Armando Benedetti, permitirle estar a su lado en campaña, día y noche, y nombrarlo embajador –cargo que, mínimo, necesita elegancia de palabra y obra–, constituye una equivocación del presidente de tal magnitud que hoy sus posibilidades de ejecutar el cambio social que propuso tambalean. Nadie que haya conocido, aún de lejos, a Benedetti, ignora su inestabilidad, sus bruscas alteraciones emocionales, sus veleidades, su propensión al insulto, su capacidad de fantasear y de mezclar verdades con mentiras tanto para alabarte como para liquidarte; ni, desde luego, su furia cuando no satisfacen sus apetitos de poder público.
Los testigos de la conducta de Benedetti saben que, aunque por momentos es un encantador de serpientes, puede llegar al paroxismo vengativo si provocan su ira (cosa que sucede por cualquier motivo). Desde hace unos 25 años, cuando se conocieron en el extinto noticiero QAP, una de sus amigas y confidentes más cercanas ha sido la persona que dirige Semana, medio que toma permanentemente decisiones editoriales para favorecer a candidatos o funcionarios estatales que, a su vez, representan a los que han dominado la esfera oficial por décadas y quienes, por razones obvias, se oponen a Petro. Por las amistades de larga data de Benedetti, por las circunstancias en que desarrolló su carrera y por sus características personales, es incomprensible que el candidato y presidente que intentaba retar al establecimiento, lo incluyera en su estrecho círculo de colaboradores. A su error descomunal, el mandatario le sumó el de poner el manejo al menudeo del ajetreo presidencial en manos de una joven inexperta y, al parecer, muy ambiciosa. El daño que produjo la carga explosiva resultante de la combinación Benedetti-Sarabia no podía ser otro que el del escándalo que sacude la estabilidad de su gobierno y, con ella, la del país. No hay que engañarse: de seguir como va, lo que empezó como un affaire asqueroso –lenguaje de pandillero, maraña de chismes y presunta comisión de delitos–, puede derribar a Petro, pero, con él, la democracia que, bien o mal, todavía rige en nuestro territorio.
El presidente deber mostrar rápidamente su liderazgo para aquietar las aguas por encima de sus resentimientos por la existencia de una presunta conspiración en su contra que sí puede tener actores en el Congreso, los partidos, los gremios y las redes. Todos se están hartando con la conflagración que iniciaron sus escuderos, pero harían bien en calmar el tono: los periodistas podríamos ser más reflexivos, no para callar informaciones ni verdades, sino para publicarlas con contextos en lugar de crecer el ego; y los operadores judiciales de base y las cortes tendrían que contribuir con la imparcialidad de las investigaciones para que no carezcan de la legitimidad que se requiere. La Corte Suprema, en particular, no puede pretender, como parece deducirse de su ausencia eterna, que tiene licencia de pasividad ante la hecatombe nacional. Un fiscal como Barbosa, quien explícitamente ha hostilizado al presidente junto con sus programas, ministros y gobierno, está impedido para adelantar el proceso investigativo con garantías para los implicados. Tengo una colección de frases en las que se expresa la posición política de este fiscal envalentonado ante Petro y borreguito ante Duque: “no vamos a permitir que pasen (Petro y su administración) por encima de la institucionalidad”; “el presidente me acaba de poner una lápida a mí. Responsabilizo a Gustavo Petro de lo que me pueda pasar a mí y a mi familia”; “que no nos vayan a sorprender el próximo año con el argumento de que no les sirvió la Fiscalía…”; “él no es el fiscal general. El fiscal general de la Nación soy yo”; “¿quién es el que está negociando con narcotraficantes y paramilitares?”. “No nos crean tan pendejos”. Y su posición en cuanto al expediente Benedetti-Sarabia, también está tomada: “lo que ha ocurrido es muy grave y está evidenciado; es una vergüenza… nos pone en las épocas más negras… es un caso aberrante”. Antes de iniciar las indagaciones, Barbosa ya había dictado sentencia. La frustrada exfiscal Viviane Morales afirma que el presidente “tiene un conflicto de interés para integrar la terna para elegir al nuevo fiscal” cuando todavía faltan meses para presentarla. Lo correcto es lo contrario: Barbosa debe ser recusado por carencia de imparcialidad y porque bajo su jefatura, con autoridad para inclinar la balanza para donde ordene, no hay posibilidad de una investigación creíble. Un fiscal ad hoc sería respetable, pero eso no será considerado porque a este ser inflado y banal se le permite actuar con ínfulas de jefe de Estado sustituyendo a quien ganó las elecciones.
