
JUAN CARLOS HENAO_____
(Una evocación personal)_____
Por: Sandro Romero Rey____
Creo que fue el amigo que por más años me acompañó en la aventura desquiciada de la vida. Nos conocimos en la prehistoria del mundo, en el kínder del Colegio Berchmans, en el Aguacatal. Pasamos al primer año en Manresa, cuando el sur de la ciudad de Cali apenas se estaba inventando. Atravesamos toda la primaria y el bachillerato en los mismos salones y nos ganamos la medalla de antigüedad cuando nos graduamos en 1976. Siempre le hice bromas con su afán por el liderazgo. “Fuiste el que más izó bandera y el que siempre tocó la campana para los recreos”, le decía, para que la risa nos saliera de manera espontánea. En sexto de bachillerato fundó un periódico, llamado “Criterios” y me pidió que le colaborase. Yo ya andaba en otro mundo y quería salir pronto de las obligaciones escolares para salir con el puño cerrado a cambiar el mundo. Pero Henao (así nos llamábamos en el colegio, por los apellidos; él, por su parte, me dijo “Romero” hasta el final de sus días) me convenció (como siempre terminaba convenciendo a todo el mundo) y terminé escribiendo en todos los números de su publicación. Siempre supo, desde muy temprana edad, que el fin justificaba los medios y, si lograba entusiasmarme, estaba haciendo una labor que, luego, mirándolo en perspectiva, le iba a servir para el resto de su vida.
Le perdí la pista, porque se vino a estudiar Derecho a la Universidad Externado de Colombia. Aunque no del todo, porque mi hermana también quemó sus naves caleñas y coincidía con él en el mismo claustro, ella psicopedagoga, Juanca (como pasó a llamarse después) entre códigos y decretos. Ambos se fueron a París después, despuntando la década del ochenta y siguieron siendo muy cercanos. Durante casi una década lo perdí de vista, salvo cuando venía a visitar a su familia en Cali y coincidíamos en el edificio donde vivía Eduardo La Rata Carvajal, un par de pisos más arriba que la familia Henao Pérez. Hasta que el destino, ese exagerado libretista, nos volvió a juntar, quizás para siempre. Él había regresado de Francia, yo había abandonado nuestra ciudad natal y me vine a vivir a Bogotá. Terminamos reencontrándonos, sin proponérnoslo, en el mismo edificio en la calle diecinueve, entre carreras quinta y séptima. No solo fuimos vecinos durante dos años, sino que terminamos de concuñados. Él vivió, hasta el final de sus días, con la pintora Vicky Neumann y yo me enamoré de Vivian, la hermana menor de Vicky. Casi al mismo tiempo, los cuatro terminamos en París, desde 1990, Vivian haciendo una maestría en Derecho, Juanca su doctorado, Vicky pintando furiosamente en la sala de su piso en el Boulevard Beaumarchais y yo estudiando teatro. Durante tres años fuimos felices y solidarios, con “el doctor Henao” (así lo llamé después) como líder de la manada, consejero, de una autoridad amable, cómplice y sabio, a pesar de (o quizás por ello) su insistente irreverencia.
Regresamos a Colombia en los días en los que mataron a Pablo Escobar y, como si la tierra no dejase nunca que nos separásemos, vivimos en el mismo barrio, en la tranquilidad alegre del viejo Chapinero. Su apartamento fue testigo de nuestras mejores fiestas, las que siempre se celebraron el siete de diciembre, en la noche de las velitas, coincidiendo con la fecha de su cumpleaños. Juan Carlos siempre fue un hombre de un optimismo envidiable, muy sociable, conversador, de un humor temible, pendiente de cada detalle en las vidas de todos los que lo rodeamos. Él tuvo dos hijas, yo tuve un hijo, con muy poco tiempo de diferencia. Los tres pequeños (que ahora son más grandes que nosotros) crecieron muy juntos, hasta que Juanca y su familia regresaron a Francia, a la misteriosa ciudad de Montpellier. Nos seguimos viendo cada cierto tiempo, entre Europa (España, Francia, Inglaterra) y Colombia (Cali, Bogotá). Por último, cuando terminó su doctorado, Juan Carlos se convirtió en una figura pública de vital importancia, primero en la Corte Constitucional, en los momentos en que la Paz era la palabra principal en la agenda de Colombia. Luego, como Rector de la Universidad Externado de Colombia, donde continuó la labor del doctor Fernando Hinestroza, su mentor y maestro.
Pero la poderosa muerte comenzó a atacarlo por todos los flancos. Nunca terminaré de acostumbrarme a la idea de que se vayan los que no deben, mientras que quedan con perfecta salud los que no debieron nacer nunca. Yo sé que es una exageración. Todos estamos trazados con la misma línea de sangre y terminaremos, sin excepción, en el crematorio de la nada. Empero, estas lágrimas que salen de mis ojos, mientras tecleo tembloroso las líneas de la vida, tienen que ver con la injusticia de la existencia. Porque Juan Carlos Henao nació para regar las flores de la esperanza en cada uno de sus actos. Creyó en el ser humano con una vehemencia que no admitía el maleficio de la duda. Más de una vez hablábamos sobre el tema. Yo lo miraba en silencio cuando él trataba de empujar las rocas hasta la cima de la montaña, mientras los demás lo mirábamos con envidia desde el abismo de la realidad.
Esta mañana, muy temprano, mi hijo Federico me llamó a contarme que Juanca no iba más. Lloramos en silencio y creo que seguiremos haciéndolo durante mucho tiempo más. Porque lo que se va no es tan solo un amigo y un profesional impecable, sino también el símbolo de una época, de una generación, de una ética que nadie aún podría definir. Creo que no hubo dos seres más distintos en la vida que Henao y Romero. Pero nos quisimos desde la distancia casi con el mismo amor con el que nos aferramos a nuestras respectivas compañeras. En las noches de la dicha cantábamos, de manera traviesa, el himno del San Juan Berchmans, que aún nos sabíamos de memoria y brindábamos con nuestros vasos sobreactuados. Recuerdo, para finalizar, que una vez estuve en un paseo con nuestros compañeros de generación escolar. Cumplíamos algún aniversario que celebraba la ceremonia de grado en el barrio centenario y, para sorpresa de todos, llegó el padre Alberto Gutiérrez, al que todos llamábamos “Guti”. Henao no estuvo en el encuentro de la nostalgia, pero recuerdo muy bien que Guti habló con la vehemencia de una izada de bandera y al único que nombró con entusiasmo fue a Juan Carlos Henao quien, a la sazón, era Presidente de la Corte Constitucional. Siempre me parecieron extrañas esas reuniones de exalumnos. Sentía que todos mis amigos de la adolescencia incluyéndome, por supuesto, yo mismo, estábamos disfrazados de adultos, para cumplir con la representación de una velada escolar. No sé cuántos más han muerto de la generación de 1976, pero prefiero no hacer cuentas. Porque la fila es larga y todos estamos en la cada vez más corta lista de espera.
Hoy, cuando tomamos el avión que nos lleva a un futuro tan parecido al pasado, tecleo estas líneas inútiles, porque Henao se ha ido y ya nada nos lo devolverá. Recuerdo que, cuando vi el cadáver de mi papá, el 9 de enero de 1997, lo primero que hice fue sentarme a escribir, para retenerlo, para que no se nos fuera tan rápido. Ahora hago lo mismo con Juan Carlos Henao, Juanca, Henao, el doctor Henao. La última vez que lo vi fue a la entrada de su casa, por casualidad, cuando regresaba de una cita médica. Estaba muy flaco, acompañado de Vicky y nos saludamos como si nos estuviéramos despidiendo. Nos cruzamos algunos mensajes por el WhatsApp y, aunque sabíamos el terror que escondía cada línea, hicimos el esfuerzo por ensayar un par de chistes para que la crueldad de lo inexorable tuviese alguna calma. Pero no fue suficiente. Nada es suficiente para aliviar el dolor del viaje sin regreso.
(Bogotá, 2 de enero del 2024. A Vicky, María Emilia y Adelaida).