LOS PROFETAS DE ENERO

Por: Eduardo Escobar – Columnista / www.latardedelotun.com_______

Es posible prever las cosas que vendrán a partir de las cosas como son.

No hay que ser un Nostradamus para conocer lo que nos depara el mañana. Dicen que el futuro está herméticamente cerrado. Pero es posible prever las cosas que vendrán a partir de las cosas como son. Tal vez bastaría escudriñar en las líneas de fuga del paisaje, en las tendencias manifiestas en el presente, para acercarse al porvenir. El futuro es un aspecto residual de lo que ya pasó. Las grandes crisis de autoridad, el debilitamiento de los valores sociales de sustento, anuncian desórdenes y tiranías, siempre. Y las tiranías el nacimiento de la conciencia desdichada, inevitablemente.

En el miedo del porvenir prosperan los vates. Y en medio de las ansiedades de enero, después de la resaca, suelen proliferar los promeseros con sus cartas oraculares y sus turbantes de colores, barajando los sismos de mañana. Los antiguos augures vuelven cada año con sus peinados de gusano de pollo, sus anillos salomónicos fundidos por los gitanos y sus eternos galimatías, muy modosos, convencidos de que tienen la clave de lo que viene.

El decir popular afirma que por el desayuno se sabe cómo será el almuerzo. Es obvio que, salvo algún accidente o un salto cuántico en la estructura de las cosas, el año 24 nos seguirá avergonzando como hizo el 23; la demolición de Ucrania y la masacre del Medio Oriente, frutos de la perversa noción del nacionalismo, seguirán haciendo lo posible por desprestigiar la inteligencia. La idea de una sola humanidad, de la comunidad en la noosfera, formulada hace milenios en una carta de san Pablo, no ha cuajado todavía en la conciencia humana, presa de arcaicos particularismos.

Lo más probable es que el sacrificio de Ucrania caiga en un punto muerto. Y que la retaliación sionista ante la estupidez del fanatismo islámico, en vez de aumentar la seguridad de Israel como pueblo, agudice sus amenazas haciendo el mundo más inseguro en todas partes. La islamofobia y el antisemitismo, caras de la misma moneda de la ignorancia, agravarán las gangrenas del odio.

La humanidad sigue viviendo para la atomización, la disgregación, la sospecha. En esta ficción territorial llamada Colombia, las artes adivinatorias a veces se han visto mezcladas con la actividad política. Me acuerdo de la senadora Regina Once, una emprendedora paisa que se hizo rica y famosa haciendo trucos de levitación y vendiendo cucos amarillos y talismanes. El político tiene un parentesco evidente con el agorero, con el traficante de ilusiones y menjunjes. Al presidente Petro lo tienta en ocasiones el papel del culebrero, corre el mundo agitando la bandera del apocalipsis, y hace composiciones fotográficas de su divino rostro sobre horizontes dramáticos, con el aire narcisista del líder dueño de un secreto de oro.

En la intimidad del hogar de Simón Bolívar y Manuela Sáenz se usó a veces el apelativo de Casandro para referirse a Francisco de Paula Santander. Lo más probable es que las mesas de la paz total con los elenos y las otras pandillas de sicópatas, otro viejo hábito desde el tratado de Neerlandia que inmortalizara García Márquez en su historia novelada de nuestras demencias, fatiguen este año con sus artimañas y su basura retórica, prolongando la desesperanza de ayer.

Los adivinos son tan antiguos como la humanidad. Existieron en tiempos bíblicos los oráculos que consultaba Saúl, el pastor de burros que acabó reinando sobre Israel contra la voluntad divina, y Simón el Mago, ese personaje tan simpático y trágico de los Hechos de los Apóstoles. Y la literatura clásica recuerda entre muchos otros personajes patéticos y trágicos a Anfiarao, que se comunicaba con su clientela por medio de los sueños; a Calcas, que según es fama murió de risa, y a Tiresias, uno que fue ciego y crio tetas en su vejez.

En la ‘Divina Comedia’ Dante puso a los adivinos en el infierno cerca de los farsantes, y los condena a marchar llorando, en castigo por haber querido ver demasiado lejos, la cara vuelta atrás, de modo que las lágrimas les ruedan por las nalgas.

EDUARDO ESCOBAR – EL TIEMPO

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