BULLIES.

www.latardedelotun.com / La Nueva Prensa._____

Por: Adriana Arjona______

Alguna vez trabajé en una multinacional en la que había un bully en un cargo muy alto. No era precisamente el presidente de la compañía, pero todos sabían que le hablaba al oído a quien ocupaba esta posición.

Era más hábil que inteligente. No sobresalía como orador, pero engatusaba. Conseguía nuevos clientes sin importar los daños colaterales. Los de arriba lo amaban; los de abajo le temían por su naturaleza soberbia, vanidosa y taimada.

Lo vi humillar a empleados en público, incluso frente a clientes importantes. Aplastaba con palabras, pero jamás enfrentó consecuencias. Siempre permaneció en su puesto. Intocable. Cuando pasó a otra empresa, a un cargo aún más alto, mentalmente le di el pésame a sus nuevas víctimas.

 

Años después supe que esta persona sufrió bullying en la infancia. Dicen que los matones han sido matoneados. Su historia explicaba su actitud, pero en ningún momento justificaba lo que, para mí, resulta inadmisible. No hay grandeza en el escarnio público.

Cada día es más común ver a los presidentes del mundo actuar de forma similar a aquel bully. En Colombia, Petro humilló –en horario triple A– a sus propios ministros. Los ninguneó a todos y a todas, como si con esto se eximiera de culpa por el fracaso de su administración. Pareciera que todos, menos él, son responsables de que, a un año de terminar su mandato, solo se haya cumplido el 15 % de lo planeado.

Por su parte, Javier Milei, presidente de Argentina, se ha hecho famoso por insultar, descalificar y denigrar a todos y de todo. Milei es un bully que deshumaniza, desacredita y ridiculiza a sus oponentes. En resumen: reafirma su superioridad humillando a otros.

En la lista de presidentes bullies hay varios. Pero, sin duda, el rey del matoneo es Trump. Lo vimos trapear el piso con Zelenski en televisión. No soy fan del ucraniano; de hecho, todo lo contrario. Bravuconeó con la expansión de la OTAN, ignorando acuerdos previos, y el resultado ha sido una guerra innecesaria, grotesca y cruel, como todas las guerras (sobre todo las que solo buscan favorecer a la industria armamentista de Estados Unidos). Pero el trato de Trump fue el de un bully.

El mismo bully que trata a los inmigrantes como terroristas, el que quiere apropiarse del Canal de Panamá, de Groenlandia y del Golfo de México, el que dispara los aranceles sin calcular las consecuencias en la economía mundial. El mismo bully que el martes 4 de marzo habló frente al Congreso con un discurso racista, machista y nacionalista, y fue aplaudido y vitoreado como Hitler cuando pronunciaba sus arengas de superioridad y odio. Sentí ganas de ir a llorar junto a Bernie Sanders.

Me pregunto: ¿qué le pasó a Trump en su niñez? ¿Con qué traumas lidia? ¿Sufrirá alguna vez las consecuencias de sus atropellos? ¿O, como el empleado de aquella empresa en la que trabajé, siempre caerá hacia arriba?

Más allá de lo que le sucede a Trump o a cualquier bully que llega a una posición de poder, la pregunta más importante es: ¿por qué los elegimos y los mantenemos en la cima?

Decimos aborrecer el matoneo, hacemos campañas para erradicarlo, lo convertimos en delito, pero entregamos las riendas del mundo a los bullies. ¿Qué nos pasa?

Somos víctimas que votan por sus verdugos. Premiamos la agresión y la intimidación. Apoyamos discursos deshumanizantes y repletos de desprecio. Manufacturamos el conformismo y la sumisión. Perpetuamos la violencia simbólica y estructural. Nos empequeñecemos al entronar a seres tan mediocres.

Si nuestros líderes son bullies, es porque los hemos elegido, lo cual dice más sobre nosotros que sobre ellos. O significa que el vínculo traumático con nuestros agresores es más fuerte de lo que imaginábamos. ¿Habrá terapeutas para las masas?

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