
Por: Juan David Correa / www.latardedelotun.com – Cambio. ______
Hay quienes pretenden dar por válida la idea de que el país está dividido en dos mitades iguales. La ficción supone que veinte millones de colombianos creen que lo ocurrido en estos últimos tres años es más de lo mismo, pero con formas y maneras distintas. Para la mayoría de ellas y de ellos, sólo más vulgares y ordinarias; poco técnicas, desorganizadas y corruptas, lo cual no es todo falso, por supuesto.
Esta equivalencia satisface el espíritu de aquellos que se han sentido en una especie de estrado para no asumir algo de responsabilidad en el momento histórico que vivimos. La culpa es de los extremos, dicen. Y en los extremos sitúan a cualquiera que ose estar en desacuerdo con sus pactos, sus formas, sus maneras y sus costumbres; sus planteamientos de fondo, y sus ideas: la economía como ciencia, y no como política, “el más mercado y menos Estado”; el papel de los medios corporativos como legitimadores de ideas maniqueas y personalistas, no como vigilantes del poder. Son aquellos que pretenden hacer una equivalencia entre el uribismo y el petrismo. Si esos son los dos males que nos han aquejado, ellos se plantean como la solución. Son ponderados, tranquilos, incapaces de producir violencia. Han conseguido títulos en universidades internacionales. Se sienten cosmopolitas. Dicen conocer el país. Pero poco aceptan sus propias lógicas excluyentes, sus pactos de clase, sus silenciosas maneras de cerrarles la puerta a nuevos liderazgos que no estén en su club de biempensantes obedientes.
Muchos de nosotros y nosotras apoyamos al presidente Petro en su búsqueda y en sus luchas, como simples ciudadanos que provenimos de caminos distintos. No compartimos los mismos horizontes ni búsquedas, somos diversos, interculturales, complejos y heterodoxos. Hay comunistas, socialistas, socialdemócratas, liberales de antaño, conservadores, intelectuales, artistas, feministas, consejos comunitarios, comunales, sindicatos, indígenas, etc. Nos mueven las ideas más que las prebendas. No nos hemos expuesto para quedar bien con alguien, o para pertenecer a un club que no existe. Entendemos que todas esas luchas tienen paradojas y complicaciones. Abogamos por un nuevo modelo de desarrollo que ponga en el centro a la vida en todas sus dimensiones. Pensamos que debe haber salud y educación universal para todos los colombianos. Entendemos que las palabras del presidente y de cientos y miles de ambientalistas del país, y del mundo, que han denunciado el capital fósil como un depredador capaz de exterminar la especie humana: no son una veleidad radical. Sabemos que, sin soberanía alimentaria no se hace una nación. Creemos que debemos experimentar un cambio cultural profundo. Y tenemos un programa. Y sabemos que no es fácil abrir un espacio para la política y la paz en una parte de liderazgos que siguen cantando la balada del destripador.
Quienes se niegan a constatar que, más que la defensa de uno u otro hombre o nombre, se ha puesto en juego un proyecto de sociedad en el cual muchos nos sentimos incluidos de una manera nueva y distinta, con complejidades y contradicciones, pero también con algunas libertades —más bien escasas para millones en los últimos cuarenta años —, le están pavimentando el camino a quienes se han impuesto a la fuerza y han gobernado ejerciéndola. Quienes se niegan a conversar y conceder algo porque detestan al presidente, desechan la posibilidad de abrir un diálogo con los miles y millones de personas que sentimos que representamos este país, que quizás experimenta una sensación parecida a la de quienes abrazaron los ideales que triunfaron en Boyacá hace dos siglos, un día como hoy, tras nueve años de emancipaciones, reyertas, derrotas, pacificaciones y sobrecogimientos.
La falsa equivalencia insiste en una lectura académica y centroandina de nuestra historia, pasando por alto la desigualdad brutal que ha vivido el país en los últimos dos siglos; una desigualdad que comenzó desde la misma creación de esta República, que para algunos fracasó como idea, pues traicionó, desde el comienzo, algunos predicamentos que apelaban a los valores de la Revolución francesa. Igualdad no hubo para los millones de afrodescendientes que, a pesar de haber soñado con la libertad, solo vieron concretarse la abolición de la esclavitud, en 1852. Libertad no hubo para los indígenas, que siguen siendo parte de un relato según el cual hacen parte de un mundo salvaje, primitivo, con privilegios que no deberían tener. Fraternidad tampoco, si sabemos que sólo hasta los años cincuenta del siglo pasado, las mujeres no tenían el derecho a votar.
El triunfo ocurrido un día como hoy, hace doscientos seis años trajo un siglo corto de guerras civiles, de constituciones variopintas y la conformación de dos grupos representativos de ideas que se comenzarían a llamar liberales o conservadoras, laicas o clericales, y que cerrarían ese mismo siglo con una guerra que llamamos la de los mil días. El siglo XIX, por supuesto, concluía con una regeneración y una constitución que se mantuvo durante un siglo y cinco años hasta 1991, cuando buena parte de la sociedad decidió hacer un nuevo arreglo que correspondiera a la formación social que habitaba este territorio. A pesar de ello, a pesar de alcanzar numerosos y valiosos derechos, sin embargo, ese falso equilibrio siguió triunfando y con él la mentalidad del vasallaje, del colonialismo, y del esclavismo, tan cara a las élites que sometieron al país a fuerza de miedo y de proclamar ideas falsas.
Lo cierto es que esa ficción de las mitades ya no aguanta ningún análisis verdaderamente serio. El país no está dividido en dos mitades; al contrario, hay una gran parte de su población que ha entendido que debe resistirse a seguir siendo parte de aquellos destripables, de esos a quienes hay que eliminar, pues son prescindibles si no son obsecuentes con los designios de un modelo de patriarcas y de pactos en la sombra, que han hecho prevalecer un sistema de corrupción y un modelo de desarrollo brutal.
Hay una sociedad que quiere oponerse a la canción del destripador, a la cantinela del odio, al sermón del miedo, a la proclama de la amenaza; un país que sabe que no es lo mismo ni es igual lo ocurrido hace veinte, cuarenta, ochenta, cien o doscientos años a lo que ha comenzado a ocurrir, así, aún sea insuficiente, titubeante, apenas perceptible.
No es una mitad la que ha crecido sin agua, sin servicios públicos, con hambre, sin educación gratuita. No es la minoría la que ha sufrido el asesinato de sus hijos por parte de las fuerzas del Estado. La mayoría no canta ante el dolor de los demás, se conmueve. La mayoría no engaña ni crea ejércitos paraestatales para despojar a los campesinos de su tierra; se cuida y resiste. La mayoría no canta para que desaparezcan aquellos que no son iguales, que tienen otras culturas y saberes; celebra sus fiestas y sus santos.
En estos tres años ha habido corrupción, se han hecho purgas innecesarias y exacerbado ideas maniqueas, pero no ha sido siquiera parecido a aquellos días en que los destripadores iban, de municipio en municipio, aupados por la voz de jerarcas, generales y presidentes, cortando cabezas, y repitiendo el himno del matador.
Esos días se han terminado. No hay dos mitades. No hay equivalencia posible. Es el momento de pensarlo. Hoy, 7 de agosto.