
Por: Juan David Correa. Cambio / www.latardedelotun.com _______
Una parte del poder mundial político, intelectual y corporativo quiere imponernos el relato del apocalipsis. Ya no hay horizonte humano. Hasta una feminista tan admirada y leída como la antropóloga Rita Segato dice sentirse harta de nuestra especie y hunde la cabeza en sus hombros para declarar que ya no quiere ser más parte de esto que llamamos humanidad. ______
El mundo occidental pensó que, tras la Shoah, la banalidad del mal había sido conjurada. La memoria nos garantizaría, a fuerza de producir escarmientos culturales y de memorialización, la no repetición de hechos brutales y ominosos como el asesinato de seis millones de judíos en los lagers nazis, o dos y medio millones en los gulags soviéticos. Por un momento, dicho consenso, sobre la imposibilidad de seguir matándonos los unos a los otros, se pensó superado. Incluso, tras la caída del muro y el fin del hombre soviético, o el fin del comunismo, como lo llamaron, se declaró el comienzo de una era de seres capaces, gracias a su esfuerzo, de conseguir sus objetivos a fuerza de emprendimiento y tenacidad. Quisimos olvidar las hambrunas, y las guerras culturales producidas por la abyección de una división del mundo imperialista y las huellas coloniales que habían dejado estropicios por todos lados en el sur global durante cinco siglos. Esas huellas comenzaron a convertirse en manchas de aceite sobre las aguas, en masacres e invasiones en vastos territorios, en derramamientos de petróleo sobre los océanos, en diamantes de sangre que brotaban de la profundidad de la Tierra, en operaciones de limpieza étnica y desplazamientos por la tierra: el sudeste asiático, oriente próximo, África y América Latina fueron esos lugares. Algunos de estos jinetes, aquí, en Colombia, han sido tan alienados que hoy hablan de fumigar y exterminar a otros seres humanos a quienes llaman “plaga”.
Lo que antes era una imagen borrosa de una balacera y la caída estrepitosa de un hombre sobre una tarima, hoy es una nítida multiperspectiva de un muchacho de catorce años que asesina a un precandidato presidencial en nuestro país. Así ha cambiado el mundo, y la imagen que nos devuelve es casi artificial por inverosímil, y plástica. Ha muerto Miguel Uribe Turbay. Y todos lamentamos una desgracia familiar, y política, porque nadie debe morir por pensar y decir lo que piensa, pero también nos preguntamos por la falta de sindéresis de una sociedad, unos medios de comunicación y unos líderes que son capaces de mostrarse exaltados por un hecho que condenamos con toda la indignación, pero que no es aislado ni único, ni hace parte de un programa como lo fue, en el pasado, el exterminio de líderes políticos caídos en desgracia por sus ideas progresistas. Como escribió la doctora en educación Alanis Bello, nuestro duelo está atravesado por sesgos racistas, patriarcales y clasistas: “Sí, hay dolor por lo que nos pasa como nación, pero ese dolor no es solo por Miguel, sino por la forma asesina y cruel en la que construimos la política y bajo la cual permanecen sin duelo ni llanto tantos miles de personas que no aparecen en los diarios y cuyas vidas parecen no importarle a nadie”. Por su parte, el exministro Alejandro Gaviria declara en un video en las redes sociales que este es un país de mierda. Si lo fuera, habría que considerar que el conjunto de esta letrina produce deposiciones de violencia diarias, lo cual es cierto, pero no es todo.
Claudicar es la promesa de quienes cuentan las horas y los minutos para que se acabe “esta horrible noche”. La idea es pretender que llegará el día en que podamos bajar el inodoro, y ver todo ese mal irse por una cañería. No asumimos que esta noche, que no acaba de cesar, y el día que no acaba de llegar, seguramente podrían ser vistos por estos liderazgos, con algo más de perspectiva, si pensáramos en una verdadera siembra de futuro. Lo que está en crisis no es la reiteración de la violencia, porque ella ha estado presente entre nosotros desde hace siglos: la herencia colonial no es una broma para ensayistas que se ríen con sorna de las batallas culturales y los discursos que oponemos a que nos sigan sometiendo a ser un delirio americano; lo que está en crisis es un tipo de cultura: “Sí, la cultura es lo que puede unir los saberes y fecundarlos. La complejidad es el desafío que la realidad lanza a nuestras mentes no es una ideología. Es necesaria una reforma del pensamiento y una reforma de la educación que permitan afrontar las complejidades, integrar los diferentes saberes y soportar las regresiones. Nos habíamos comprometido en avanzar en esa dirección. Pero ahora estamos retrocediendo”, dice el centenario Edgar Morin.
Es el tiempo de un cambio de paradigma que ponga en el centro las culturas de la vida y no las de la muerte. Lo que hizo crisis es un modelo de pensamiento que considera que se pueden arrasar territorios, extraer de la tierra sin límite, desechar basura con la misma intensidad, producir energía a riesgo de que veamos arder el sur de Italia, Francia, España o Alemania, en este soporífero e infernal verano.
Hay ya un relevo generacional que no está dispuesto a seguir sintiéndose culpable, y que sienten –o sentimos– que debemos hacernos responsables de nuestro destino. Un destino que debe pensar qué es mejor: seguir repitiendo que hay que destruir para volver a construir, o que podemos y debemos vivir una buena vida: no creemos en el modelo que nos impone que unos están sobre otros.
Para superar ese determinismo fecal, impotente ante el horror de los señores que siguen reclamándose amos de otros, nos corresponde honrar a quienes han sido asesinados por la estupidez y la ambición de poderosos intereses, cualesquiera que ellos sean, y establecer una agenda que reconozca los malestares de nuestra cultura que provienen de viejos sistemas de dominación, como la Iglesia católica, que nos ha hecho seres que recrean miedos y reproducen culpas como si no hubiera alternativas.
Nada es fácil, por supuesto. Pero nos corresponde recuperar ideas que provienen de muchas fuentes: una ética del cuidado, una dimensión utópica de la vida, una idea de futuro ancestral, una reconciliación entre el deber ser y el ser. En un artículo reciente de la edición latinoamericana de la revista Jacobin, Javiera Manzi y Francisco Alvarado nos invitan a radicalizar la condición humana: “Es innegable un bloqueo de la imaginación. Nos toca buscar formas de abrir otras imaginaciones de futuro tomando lo único que tenemos para echar mano: nuestra historia. Volver sobre el espesor de los modernismos, y el largo historial de la humanidad luchando por la vida ante otros momentos de devastación y genocidio. Ambas profundidades ofrecen un refugio para seguir. Y es que, lejos de esa vocación de tabula rasa que subestima lo andado, desestimando todo repertorio histórico de creación, resistencia y emancipación, en busca de una vida buena, justa y libre, este momento nos conmina a insistir, imaginar y construir, una vez más, el qué hacer. O para ser más precisas, un qué hacemos ahora, porque si la renuncia no es alternativa, la cosa es en plural y en primera persona”.
Hay que insistir, aún en los días más oscuros, que esa radicalización de la esperanza humana es la verdadera oposición a la estrategia trazada con horrorosa pericia por una plutocracia global que ha colonizado las mentes para hacernos creer que no tenemos remedio. Sí, hay que escribir en estos tiempos varias veces la misma columna: es el tiempo de los radicales de la vida.